Saiz Meneses, Josep Ángel: “Desafíos actuales a la santidad”
en González Rodríguez, Mª Encarnación (Ed.): La vida en el Espíritu.
Ser santos por la práctica heroica de la virtud.
EDICE, Madrid 2010. pp. 21-48
Una de las novedades del Concilio Vaticano II fue recuperar con claridad y determinación la llamada universal a la santidad en la Iglesia. La Constitución Dogmática Lumen Gentium, así lo expresa: «La Iglesia, cuyo misterio expone este sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa, ya que Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y el Espíritu llamamos “el solo Santo”, amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad».
El Concilio Vaticano II ha sido sin duda el acontecimiento eclesial y religioso más importante del siglo XX y es la hoja de ruta para la Iglesia en el tercer milenio. Por otra parte, en los inicios del nuevo milenio, el Santo Padre Juan Pablo II nos recordó en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte los elementos fundamentales para todo proyecto de vida cristiano y para el camino pastoral. Tomaremos algunos de estos elementos para articular la respuesta a los desafíos actuales a la santidad.
1. La perspectiva de la vida cristiana y de la acción pastoral: llamada a la santidad
La santidad es la «perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral». Por lo tanto, es prioritario plantear la perfección, la santidad, como ideal para todo cristiano. El discípulo de Cristo no puede refugiarse en las limitaciones personales o en las dificultades ambientales para eludir esta llamada. Ni tampoco vale la vieja excusa de que se trata de una tarea enormemente difícil, reservada a unos pocos privilegiados, y en el fondo inasequible para la gran mayoría de cristianos, que las vidas de los santos son admirables pero no imitables. La llamada a la santidad concierne a todos los bautizados y debemos tener la valentía en primer lugar de escucharla, y también de proponerla y de proponerla con convicción, con esperanza, con confianza.
En este sentido, resulta muy ilustrativo lo que en el ámbito de la pedagogía se ha convenido en llamar efecto pigmalion. Según este principio, la forma como miramos y tratamos a quien está a nuestro lado está influida de manera sutil por las expectativas que nos hemos forjado sobre esa persona. Y al mismo tiempo parece como si hubiera un mecanismo oculto que provoca que su progreso se ajuste a las expectativas que se depositan en ella. De ahí que sea tan importante la confianza en las personas, porque de esta manera estamos haciendo una llamada al cambio, a la superación, al crecimiento personal y de ahí la importancia de proponer un ideal de altura en lugar de conformarse con un planteamiento de mediocridad.
Esta es la pedagogía que Nuestro Señor utiliza continuamente con las personas y que está bellamente reflejada en el Evangelio. La podemos resumir de esta manera: Dios nos mira con un amor entrañable e infinito, y respetando nuestra libertad nos llama a la perfección y nos ayuda eficazmente a alcanzarla. Jesús nos lo dirá en el Sermón de la montaña, que culmina con el ideal máximo de perfección: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Es preciso que vivamos el convencimiento pleno de esa llamada en la propia vida y en la de los demás, y fundamentar esa seguridad en la Palabra de Dios: «El Padre celeste nos eligió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos» (Ef 1, 4).
La santidad designa la condición espiritual, eterna, omnipotente, que es exclusiva de Dios. Por eso la Sagrada Escritura repite con insistencia que sólo Dios es santo. La naturaleza de Dios es la santidad. Por tanto, la santidad es sobrenatural y excede la posibilidad humana de ser y de obrar. Ahora bien, Dios puede santificar al ser humano haciéndolo participar de su vida divina y este puede ser santo en la medida en que viva la unión con Dios. El Padre santifica en Cristo, por la comunicación del Espíritu Santo. De ahí que no podamos menos que descalzarnos ante este misterio de amor y de participación en la vida de Dios cuando escuchamos esta llamada a la santidad, aunque sea desde la confianza de hijos del Padre, de redimidos por Cristo, de vivificados por el Espíritu Santo.
Es Dios quien tiene la iniciativa. En primer lugar se trata de una santidad ontológica, en el nivel del ser, y en segundo lugar de la santidad moral que la santidad ontológica posibilita. El cristiano es santo porque ha nacido de nuevo como hijo del Padre, que es santo, y recibe un nuevo ser, una nueva naturaleza que comporta un nuevo dinamismo operativo y ético. El cristiano ha de ser santo porque el Padre es santo. Dios santifica al hombre ante todo deificándole ontológicamente, y de esta manera posibilita una progresiva santificación psicológica y moral. Dios ofrece continua e incesantemente los medios para crecer en santidad. Por nuestra parte, no cabe otra posibilidad que acoger el don y responder con generosidad.
La santificación del ser humano aparece como filiación divina en la Sagrada Escritura, y se nos muestra como una elevación ontológica, como una deificación y una espiritualización obrada en Cristo. Desde estas premisas, hemos definido al principio la santidad como el desarrollo pleno de la personalidad de hijo de Dios. Esta es la única llamada, que engloba e incluye todas las demás llamadas. Todo lo demás será medio para esa llamada central o será consecuencia de la misma. Esta llamada exige una respuesta continua e ineludible. La santificación comporta el amor a Dios con todas las fuerzas y comprende desde el entendimiento hasta la dimensión corporal, pasando por la voluntad, los sentimientos e incluso el subconsciente. El ser humano entero es renovado en Cristo.
2. El principio esencial: la primacía de la gracia
En todo proyecto de vida cristiano y en toda programación pastoral en el seno de la Iglesia, es preciso considerar y plantear la primacía de la gracia como el principio esencial. De esta forma podremos superar la tentación de pensar que los resultados dependen de nuestras capacidades y de nuestros esfuerzos. Una parábola del Evangelio nos ayuda a entender esta realidad, la parábola de la casa construida sobre roca: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica, se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 24-25).
Esta parábola nos ilustra plásticamente sobre el tipo de fundamento que es preciso utilizar en la construcción de una casa material y en la construcción de la casa de la vida de cada uno. El fundamento es el principio y el cimiento sobre el que se funda algo. Seguramente podemos encontrar diferentes concepciones sobre la vida cristiana y sobre cuál ha de ser su fundamento. Pero el planteamiento más profundo y realista es el que nos lleva a reconocer que la vida cristiana en el fondo es un misterio, y que su fundamento está en Dios. Y el misterio de la vida cristiana sólo se puede entender si se parte de lo más profundo, es decir, si se parte de la Realidad de las tres Personas divinas, cuya vida se comunica al hombre en Cristo por el Espíritu Santo. El fundamento de dicha vida es la Realidad de las tres Personas divinas.
Podemos en verdad denominar realidades a muchos entes que existen real y efectivamente. Pero no todos tienen la misma consistencia de realidad, la misma densidad de realidad. Dios es la Realidad con mayúsculas, la Realidad que sustenta toda otra realidad. Dios es la Realidad, es Amor y Vida. Dios es Padre y, como Padre, quiere comunicar a sus hijos su ser, su vida y su amor. Dios ha llamado al ser humano a participar de su vida divina. Esa participación por la gracia en la vida divina es el único camino de realización personal. Dios lo llama a participar de su vida y lo llama a la santidad.
3. Líneas de fuerza
Me gustaría subrayar tres aspectos que son consecuencias del misterio de la inhabitación de las Personas divinas y que son tres líneas de fuerza en la espiritualidad que ha de vivir el santo de hoy: en primer lugar, la consistencia personal como característica de quien está enraizado en Dios, iluminado por Dios y vive en la verdad, que le lleva a la humildad; en segundo lugar, vivir a fondo la pertenencia a la Iglesia y el amor a la Iglesia, lo cual se traduce en una espiritualidad de comunión, y el compromiso de hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión; en tercer lugar, la dimensión martirial a través del compromiso de la evangelización, con nuevo ardor, con el impulso de los orígenes, con el sentimiento de san Pablo cuando dice «¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9, 16).
Conclusión
Se llega a la santidad a través de un proceso continuo de conversión que lleva a la unión con Dios y a una vida plena en la fe, la esperanza y el amor. Un proceso de encuentro con Cristo que implica allanar los caminos de la vida, elevar los valles y aplanar los montes, enderezar lo torcido e igualar lo escabroso (cf. Lc 3, 4-5). Nos ayuda a entenderlo la imagen de la poda de los árboles, una operación que consiste en cortar las ramas muertas, enfermas y superfluas con la finalidad de que renazca la vida y el árbol adquiera una forma más bella. Entrar por el camino de la santidad implica cortar todo tipo de pecado y de imperfección, y también cortar los apegos, y todo lo inútil y superfluo, todo lo que dificulta la vida de gracia, la unión plena con Dios.
El santo del siglo XXI ha de ser forzosamente un místico, un hombre de Dios que se entrega con radicalidad y totalidad a la causa del Evangelio, que se reconoce como hijo de la Iglesia y la ama y defiende con pasión, que vive fascinado por Cristo e inmerso en la Santísima Trinidad. Las Personas divinas han de ser el centro, el fundamento, el principio ontológico y dinámico de su vida. Una vida nueva que comienza en el Bautismo y que se desarrolla hasta llegar a la plenitud. Una vida de unión con Dios, de formación y de apostolado que se entrega totalmente, como el grano de trigo que cae en tierra y muere a sí mismo para resucitar con Cristo dando un fruto abundante.
Los santos serán los principales testigos de Jesucristo en la sociedad del futuro. Ellos serán la sal de la tierra y la luz del mundo, ellos darán un fruto abundante y duradero. En los inicios del tercer milenio, ante los retos que la Iglesia debe afrontar en su misión, es necesario el ejemplo de unos santos que iluminen de forma inequívoca el camino de la Iglesia y que sean testigos del amor de Dios ante el mundo. La humanidad necesita y espera su ejemplo, su vigor y su alegría. El testimonio de la vida de los santos ayudará a los demás a encontrarse con Dios y servirá para transmitir la belleza y la alegría de la vida de hijo de Dios.
La influencia de la vida de los santos propicia una renovación profunda, una auténtica transformación en la vida de la Iglesia y de la humanidad. Desde una presencia viva y activa en medio de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, con los que comparten trabajos y dificultades, con los que son protagonistas de un camino y de una historia que serán recapitulados en Cristo. Por eso con su palabra y con su existencia anuncian la Buena Nueva y llevan a cabo su misión que se realiza desde la confianza en el Señor, presente en la Iglesia y de la mano de María, Madre y Maestra, Reina de los santos, que es la estrella luminosa que nos guía en el camino de la santidad.
CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Lumen Gentium, n. 39.
JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, n. 30.
JOSÉ ÁNGEL SAIZ MENESES, Don José Rivera: Palabra y testimonio, en José Rivera Ramírez, un sacerdote diocesano, DEMETRIO FERNÁNDEZ GONZALEZ, Ed., Toledo 2004, pp. 125-155.
Cf. J. RIVERA – J.M. IRABURU, Espiritualidad Católica, Toledo 1982, p. 385 ss.
Cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, n. 38.
Cf. J. RIVERA – J. M. IRABURU, Abnegación y liberación, Burgos 1975, p. 5.
Cf. JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, nn. 40. 43.